Mi primera palmadita en la espalda
me la dio un profesor de lengua castellana
que tuve en bachillerato.
Yo había terminado un examen muy rápido,
no porque me lo supiera todo,
ni porque fuera muy inteligente,
sino porque siempre he escrito con prisas
trepidando echando humo
y con relámpagos.
Me aburría
esperando en mi silla.
Me puse a hacer un poema.
El profesor
entre vigía y metrónomo
daba pasos cortos
entre los pupitres
vigilando que nadie copiase.
Por fin se detuvo a mis espaldas.
Lo noté detrás de mí. No dejé de escribir.
Dijo mi nombre. No le hice caso.
Insistió. Yo tenía que terminar
lo que tenía entre manos.
De golpe,
me quitó el papel.
Protesté y lo miré
como si fuera a quemarle el coche.
El muy cabrón
empezó a leer mi poema
delante de toda la clase
y entonces se dio cuenta:
había cometido el error
de interrumpir a un mago
mientras prepara
su próximo truco de magia.
Fue entonces
cuando el profesor se acercó a mí
y me dio mi primera palmadita en la espalda.
me la dio un profesor de lengua castellana
que tuve en bachillerato.
Yo había terminado un examen muy rápido,
no porque me lo supiera todo,
ni porque fuera muy inteligente,
sino porque siempre he escrito con prisas
trepidando echando humo
y con relámpagos.
Me aburría
esperando en mi silla.
Me puse a hacer un poema.
El profesor
entre vigía y metrónomo
daba pasos cortos
entre los pupitres
vigilando que nadie copiase.
Por fin se detuvo a mis espaldas.
Lo noté detrás de mí. No dejé de escribir.
Dijo mi nombre. No le hice caso.
Insistió. Yo tenía que terminar
lo que tenía entre manos.
De golpe,
me quitó el papel.
Protesté y lo miré
como si fuera a quemarle el coche.
El muy cabrón
empezó a leer mi poema
delante de toda la clase
y entonces se dio cuenta:
había cometido el error
de interrumpir a un mago
mientras prepara
su próximo truco de magia.
Fue entonces
cuando el profesor se acercó a mí
y me dio mi primera palmadita en la espalda.