Le doy clases
a un niño de 10 años
que nunca mira los relojes.
No los entiende. Se guía por el tiempo
como se debían de guiar
los indios cherokees: por el sol que hace
cuando hace las cosas.
Ni siquiera sabe a qué hora
empiezan siempre nuestras clases.
Empiezan cuando me trae mi madre,
me responde cuando le pregunto.
También es verdad que nunca me pregunta qué hora es,
sino cuánto falta.
Cuánto falta para que termine la clase.
Cuánto falta para que empiece el verano.
Cuánto me falta para ser como tú de alto.
Y yo intento meterle en la cabeza
lo que son los minutos, las horas, los meses…
Dibujamos relojes, borramos manecillas
y volvemos a pintarlas en distintas posiciones.
Nos reímos de lo absurdos que son los relojes de pared,
porque si el día tiene 24 horas
cómo puede ser
a un niño de 10 años
que nunca mira los relojes.
No los entiende. Se guía por el tiempo
como se debían de guiar
los indios cherokees: por el sol que hace
cuando hace las cosas.
Ni siquiera sabe a qué hora
empiezan siempre nuestras clases.
Empiezan cuando me trae mi madre,
me responde cuando le pregunto.
También es verdad que nunca me pregunta qué hora es,
sino cuánto falta.
Cuánto falta para que termine la clase.
Cuánto falta para que empiece el verano.
Cuánto me falta para ser como tú de alto.
Y yo intento meterle en la cabeza
lo que son los minutos, las horas, los meses…
Dibujamos relojes, borramos manecillas
y volvemos a pintarlas en distintas posiciones.
Nos reímos de lo absurdos que son los relojes de pared,
porque si el día tiene 24 horas
cómo puede ser
que solo les hayan puesto 12.
No hay manera
de que el niño comprenda
lo que son las fechas,
para él el tiempo son solo flechas
que los remotos adultos disparan.
También es verdad que no me pregunto
si Marc aprenderá a leer las horas,
sino cuánto falta.
No hay manera
de que el niño comprenda
lo que son las fechas,
para él el tiempo son solo flechas
que los remotos adultos disparan.
También es verdad que no me pregunto
si Marc aprenderá a leer las horas,
sino cuánto falta.