Van a quitar
la última cabina de teléfonos
que hay en el Prat.
En las películas
son muy útiles.
Los protagonistas siempre encuentran
alguna pista fundamental
repasando con el dedo
la guía de teléfonos.
En las películas son muy útiles
pero no en la vida real.
A la de aquí abajo le han arrancado la lengüeta
de la cesta del cambio
y le han quemado con un mechero
el auricular.
Ya no encaja bien
y casi siempre se suelta
quedando descolgado en el aire
como si alguien
hubiera tenido que salir corriendo
en mitad de una llamada.
No solo se trata
de la de monedas que habré convertido
en conversaciones con seres queridos,
sino también
de la insuperable máquina de bromas
que para nosotros eran las cabinas telefónicas.
Recuerdo especialmente
cuando llamábamos
a la policía
desde la cabina
que había delante del colegio.
Nos disfrazábamos la voz
con el cuello de la chaqueta
y metíamos la calderilla
que nos había sobrado de comprar chucherías:
-Hola, buenos días.
-Policía Local al habla. Diga.
-Buenos días. Verá, yo es que soy etarra…
-¿Cómo, cómo?
-Que soy de la ETA. ¡ETAkoa naiz!
-¿Qué coño dices, imbécil?
-¿Otra vez? Que soy de la ETA, me cago en Dios.
-Usted es idiota, ¿no?
-No. Usted es el idiota, y, además,
por su incompetencia de mierda
la semana próxima
voy a meterle una bomba
a su comisaría.
Así que el próximo martes
más le vale
registrar bien
debajo de todos los coches de policía.
Había otra broma
que también era la bomba (¡JAJA!):
La de llamar
al teléfono de emergencias:
-Emergencias, dígame.
-Hola, ¿me oye? Mire, es que hay aquí una niña
tirada en la acera.
-¿En la acera? ¿Pero está inconsciente? ¿Se ha hecho alguna herida?
-No. No sé. Está en el suelo. No sé si está herida.
Nadie se atreve a tocarla.
-¿Por qué?
-¡PORQUE TIENE EL SIDA!
la última cabina de teléfonos
que hay en el Prat.
En las películas
son muy útiles.
Los protagonistas siempre encuentran
alguna pista fundamental
repasando con el dedo
la guía de teléfonos.
En las películas son muy útiles
pero no en la vida real.
A la de aquí abajo le han arrancado la lengüeta
de la cesta del cambio
y le han quemado con un mechero
el auricular.
Ya no encaja bien
y casi siempre se suelta
quedando descolgado en el aire
como si alguien
hubiera tenido que salir corriendo
en mitad de una llamada.
No solo se trata
de la de monedas que habré convertido
en conversaciones con seres queridos,
sino también
de la insuperable máquina de bromas
que para nosotros eran las cabinas telefónicas.
Recuerdo especialmente
cuando llamábamos
a la policía
desde la cabina
que había delante del colegio.
Nos disfrazábamos la voz
con el cuello de la chaqueta
y metíamos la calderilla
que nos había sobrado de comprar chucherías:
-Hola, buenos días.
-Policía Local al habla. Diga.
-Buenos días. Verá, yo es que soy etarra…
-¿Cómo, cómo?
-Que soy de la ETA. ¡ETAkoa naiz!
-¿Qué coño dices, imbécil?
-¿Otra vez? Que soy de la ETA, me cago en Dios.
-Usted es idiota, ¿no?
-No. Usted es el idiota, y, además,
por su incompetencia de mierda
la semana próxima
voy a meterle una bomba
a su comisaría.
Así que el próximo martes
más le vale
registrar bien
debajo de todos los coches de policía.
Había otra broma
que también era la bomba (¡JAJA!):
La de llamar
al teléfono de emergencias:
-Emergencias, dígame.
-Hola, ¿me oye? Mire, es que hay aquí una niña
tirada en la acera.
-¿En la acera? ¿Pero está inconsciente? ¿Se ha hecho alguna herida?
-No. No sé. Está en el suelo. No sé si está herida.
Nadie se atreve a tocarla.
-¿Por qué?
-¡PORQUE TIENE EL SIDA!
Y entonces colgábamos
y salíamos corriendo en estampida
y la vida era divertida.